La casualidad la confundió con la muchacha a quien ella deseo por tiempos. Se le hacía necesario recordar su nombre, pero con debida frecuencia, Roberta de la Cruz prefería olvidar esas extrañas denominaciones con las que catalogaban a seres amados. No podía entender cómo te nombran Soledad, Dolores, Esperanza. Y como se propuso practicar la Justicia, decidió también olvidarse de los demás nombres de aquellos seres que circulan su corta vida de 23 años. Mientras continuaba fumando ese delicado cigarro de hoja verde, recostada en el húmedo pasto del Parque forestal, la muchacha que despidió el olor de anis mezclado con chocolate amargo y agua ardiente, caminaba apresurada por el sendero que marcaban las bermas de piedras y la tierra un poco enlodada. Roberta de la Cruz la comtemplaba, deseando un momento de recostarla junto a su lado, y besarla infinitamente con las caricias de sus dedos, de sus labios y de sus ojos. El olor de la muchacha penetró directo y se enclavó en las profundidades de su cuerpo, tal cual se quedo consigo y para siempre, su deseada Amada Montina, como la llamaba. Sintió ese tumulto de desesperación por no recordar su nombre de vida real, y gritarle de una vez por todas, la cautelosa vigilia que le seguía sin rumbo en esos tiempos. Fue la primera vez que se enfureció por sus utópicos ideales al querer cambiar su pequeño mundo. A ese minuto, la muchacha a quién confundió por llevar ese perfume de noche profana entre agua ardiente, chocolate y anís, se perdió tras los arboles que estiraban su ramaje a las olas del viento cálido. Roberta de la Cruz volvió a recuperar la calma y quiso apresurarse a dar la última fumada al cigarro de hoja verde. Se tomó el cabello enrizado y se lo mantuvo sobre su hombro derecho.
miércoles, 26 de marzo de 2008
lunes, 10 de marzo de 2008
País para débiles

Etiquetas:
Consideraciones,
publicidad
Suscribirse a:
Entradas (Atom)